¿Nos hablaron desde otro mundo hace
treinta y cinco años? ¿O se trató sólo de un extraño accidente destinado
a dejarnos intrigados sobre la posibilidad de que hayamos dejado
escapar un primer contacto con inteligencias extreterrestres? Esta es la
historia de un suceso curioso: el día en que, tal vez y sólo tal vez,
captamos una voz ajena llegada desde las profundidades del espacio… y
nunca pudimos averiguar qué estaba diciendo.
16 de agosto de 1977. El doctor Jerry Ehman,
astrónomo y colaborador voluntario del Programa de Búsqueda de
Inteligencia Extraterrestre (SETI) acude como cada mañana a las
instalaciones del radiotelescopio Big Ear, en Ohio. Era una jornada como
otra cualquiera difícilmente podía prever las horas —e incluso días— de
agitación y entusiasmo que tenía por delante. Ehman tomó asiento para
realizar una tarea más bien rutinaria: examinar los registros del
radiotelescopio, todo aquello que el Big Ear había estado captando
durante la noche, que por lo general se limitaba a ruido de fondo
radiofónico producido por el conjunto del cosmos. Dado que por entonces
la tecnología no estaba muy avanzada y grabar todo aquel aluvión de
emisiones cósmicas resultaba inviable, los registros se imprimían en
papel. Era una larga lista de letras y números distribuidos en columnas
representando señales de radio de distinta frecuencia e intensidad. Para
un profano, aquellos caracteres hexadecimales podían no tener sentido,
pero un radioastrónomo experto era capaz de detectar anomalías —por
ejemplo, señales artificiales— con un solo vistazo. Así pues, Ehman tomó
la larga ristra de papel de impresora y comenzó a leer los datos.
Con total asombro, entre tanto número
anodino, observó un código anómalo: 6EQUJ5. Aquellas cifras
ininteligibles para un lego significaban, en cristiano, que se había
captado una señal de radio artificial procedente del cielo. Reflejaban
que la señal era insólitamente intensa, demasiado para tener causas
naturales, y además estaba localizada en una única frecuencia —como
nuestras comunicaciones terrestres—, así que su naturaleza inteligente
parecía fuera de toda duda. Jerry Ehman rodeó las cifras con un
bolígrafo e hizo la siguiente anotación al margen: “Wow!”. Tal vez se
hallaba ante la primera señal de una civilización alienígena. Aquello
podría ser el Primer Contacto.
Horas de café y esperanza
La misteriosa señal de radio había sido
recibida a las once y cuarto de la noche anterior. Era una emisión
fuerte y clara que en el momento no fue grabada. El equipo de detección
era todavía muy rudimentario y no estaba asociado a un equipo de
grabación automático preparado para registrar cualquier cosa que se
saliese de lo normal y almacenarlo en cinta magnetofónica. Para grabar
cualquier señal se precisaba hacerlo manualmente, con un astrónomo
supervisando todo. Pero aquella noche el Big Ear había estado vacío. No
había nadie para haber intentado guardar aquel mensaje procedente de lo
alto y la lista de números en papel era lo único que tenían. Y aquellos
números, como decimos, sólo cuantificaban intensidad y frecuencia, eran
como los indicadores del control de volumen de una radio pero no decían
nada sobre el contenido concreto de la emisión.
El vetusto radiotelescopio Big Ear.
Para que nos hagamos una idea de lo
primitivos que eran los medios con que contaban las instalaciones, aquel
radiotelescopio —inaugurado en 1963— estaba manejado por una
computadora cuyo disco duro tenía un megabyte de capacidad. Esto es: en
el cerebro del Big Ear no habría sitio ni para almacenar una única
fotografía hecha con un teléfono móvil de la actualidad. Además, el
radiotelescopio no podía ser dirigido a voluntad como las antenas más
modernas, sino que sus dos únicos receptores estaban fijos en el suelo y
“escaneaban” el firmamento siguiendo el movimiento de rotación
terrestre. Sólo podían explorar un rincón del cielo una vez cada
veinticuatro horas. La señal se había captado en la constelación de
Sagitario, más concretamente cerca de la estrella Tau Sagitarii, pero el
oído del radiotelescopio no volvería a pasar por la zona hasta la
noche. Aquello significaba que los astrónomos del Big Ear tenían que
esperar todo el día para que las antenas volviesen a captar aquella
extraña señal.
Jerry Ehman y sus compañeros eran presa
de una comprensible excitación ya que estaban a punto de dar la noticia
científica más importante en la historia de la Humanidad: el
descubrimiento de otra inteligencia en el cosmos. Les quedaban todavía
horas para volver a recibir la señal y, esta vez sí, poder grabarla.
Pero, entretanto, no perdieron el tiempo.
Lo primero que tenían que hacer era
descartar que la señal proviniese de un avión, de un helicóptero o de un
satélite artificial. Aunque la frecuencia concreta en que fue captada
la emisión (1420 MHz, que era la frecuencia que se esperaba que usaran
los alienígenas para comunicarse con nosotros, más adelante explicaremos
por qué) es una frecuencia que está prohibida para el uso radiofónico
en todo nuestro planeta, no se podía descartar que alguna emisora pirata
situada en algún avión la estuviese utilizando. Los astrónomos se
pusieron en contacto con los aeródromos y radares de la zona, donde les
informaron que los radares no habían captado ningún vuelo sobre la
región a aquella hora de la noche. También comprobaron las órbitas de
todos los satélites artificiales conocidos y ninguno estaba situado en
aquel punto del cielo justo cuando se había recibido la “señal Wow”,
como ya empezaron a llamarla sus descubridores. Tampoco se sabía de
ninguna sonda espacial alejada de la órbita terrestre que estuviese en
aquella dirección y que pudiera haber emitido la señal. Si Wow había
llegado del cielo, y se sabía que así era, el origen no era ninguna
astronave humana. Tenía que ser una señal enviada por otra civilización.
¿Por qué una señal alienígena?
La frecuencia de la señal era clave para
entender la agitación de los astrónomos que la captaron. La señal Wow
era una señal intensa, uniforme y emitida en una frecuencia determinada,
mientras que el “ruido de fondo” que producen los astros es una señal
débil, cambiante y difusa: ocupa muchas frecuencias radiofónicas sin
orden alguno. Además, la frecuencia de la señal Wow (1420 MHz) se
consideraba la más indicada para enviar mensajes a través del espacio.
Se trata de la “frecuencia de resonancia del hidrógeno”: ese tipo de
señal hace vibrar a los átomos de hidrógeno como si fuesen un diapasón.
Dado que precisamente el hidrógeno es el elemento más abundante del
cosmos, actuaría como una perfecta caja de resonancia para permitir que
la emisión llegase muy lejos sin perder demasiada intensidad. Si una
raza inteligente pretendía usar la radio para enviar comunicaciones al
espacio, esa sería precisamente la frecuencia que emplearían, según la
hipótesis que desde años atrás manejaban los científicos. Así que
teníamos una señal de intensidad fija, claramente artificial y
distinguible del ruido de fondo cósmico, captada en la frecuencia que
los científicos esperaban sería empleada por hipotéticos
extraterrestres, y que no tenía un origen terrícola conocido. Blanco y
en botella… las horas de espera se hicieron muy largas para el equipo de
descubridores.
Sólo había algo inesperado. Los dos
receptores del Big Ear escaneaban el mismo lugar del cielo con una
diferencia de tres minutos y la señal había sido captada sólo por uno de
los dos receptores, lo cual indicaba que no era emitida continuamente,
sino que se encendía y se apagaba. Aquello era un motivo de inquietud:
había que confiar en que no se hubiese apagado definitivamente.
“Mi casa, teléfono…”

La ansiedad de Ehman y su equipo crecía
por minutos conforme se acercaban las once y pico de la noche, momento
en que el Big Ear peinaría nuevamente aquella región de la constelación
de Sagitario. Ahora sí estaban preparados para analizar la señal en
profundidad, para grabarla y descubrir qué tipo de mensaje podía
contener. Las once y cuarto del 16 de agosto de 1977: esa iba a ser la
hora concreta en que iban a cambiar la historia del hombre y toda
nuestra concepción del universo, de la existencia y de nosotros mismos.
El momento más crucial desde que, cientos de miles de años atrás,
alguien consiguió encender un fuego por primera vez. Por fin, tras
siglos y siglos de soñar con dioses y carros de fuego, sabríamos qué
tenían que decirnos los seres que poblaban las estrellas. Nos estaban
hablando y estábamos preparados para escuchar. La Tierra rotaba y los
dos receptores del Big Ear se acercaban nuevamente al distante brillo de
Tau Sagitarii. ¿Qué enigmáticas maravillas íbamos a poder escuchar?
Pero no sucedió nada.
No se captó ninguna señal. Ni el más
mínimo rastro de algo que no fuese el típico ruido de fondo cósmico. Wow
se había apagado. No estaba allí. Esperaron otras veinticuatro horas,
ahora tan angustiados como excitados. Y tampoco hubo resultado. Día tras
día lo volvieron a intentar, y día tras día el Big Ear sólo captaba
silencio. Quien quiera que hubiese lanzado aquella señal al espacio,
había apagado su emisora. Y no la volvió a encender.
Jerry Ehman, descubridor de la señal y el hombre que subrayó el registro con bolígrafo rojo añadiendo un asombrado "Wow!".
Tras varias semanas infructuosas y
desesperantes en las que no hubo ningún otro rastro de la emisión que
pudo haber cambiado la ciencia para siempre, Jerry Ehman y sus colegas
se dieron por vencidos. Si había alguna civilización alienígena
emitiendo desde aquel punto del espacio, ¿por qué se habían callado de
repente? No tenía mucho sentido. Algo no cuadraba en el asunto: haber
recibido una señal artificial que desaparecía por las buenas el día
siguiente… salvo, claro está, que los marcianitos estuviesen jugando al
escondite o gastándonos una broma. ¿Qué podía haber funcionado mal?
Jerry Ehman había alcanzado una gran
notoriedad en el mundillo astronómico y científico gracias a su
descubrimiento, pero ahora se mostraba decepcionado y frustrado. Incluso
escéptico. Él mismo fue uno de los primeros en afirmar que aquello no
podía haber tenido origen alienígena, ya que si una civilización hubiese
producido la señal cabía esperar que continuaran estando allí,
emitiendo. Ehman no tenía pruebas de que la señal fuese de origen
terrestre ni tampoco otra explicación convincente, pero no imaginaba a
toda una civilización emitiendo señales durante solamente un día. Así
que comenzó a buscar una respuesta al misterio: si no era obra de los
alienígenas, ni había sido emitida por ningún avión o satélite, ¿de
dónde podría haber salido aquella señal?
Se le ocurrió que Wow podría haberse
tratado de una emisión clandestina originada en la propia Tierra, cuyas
ondas habían salido hacia el espacio y se habían reflejado en un pedazo
de chatarra espacial —que necesariamente había de ser metálico, liso y
casualmente inclinado en una orientación muy determinada— que habría
reflejado las ondas enviándolas de nuevo hacia nuestro planeta, donde el
Big Ear las habría captado accidentalmente. Una explicación sin duda
rocambolesca, pero ni mucho menos imposible. Una casualidad semejante
constituiría un enorme sarcasmo, casi como un chiste cósmico de mal
gusto, pero ante la falta de ninguna hipótesis mejor, Ehman asumió que
había sido víctima de una infortunada y retorcida coincidencia orbital.
Y así nos quedamos, mirando tristemente a
las estrellas que ahora estaban en silencio, como E.T. cuando añoraba
la nave espacial que lo dejó olvidado en nuestro planeta. En sucesivas
ocasiones se ha vuelto a indagar en aquella región de la constelación de
Sagitario con ayuda de radiotelescopios más grandes y modernos —como el
de Arecibo— pero nunca se ha vuelto a captar nada remotamente
sospechoso de tener origen inteligente. Cierto es que la vigilancia no
ha sido continua:, pero ningún astrónomo puede dedicar todo un
radiotelescopio a vigilar permanentemente un punto del espacio. Estos
radiotelescopios son artilugios muy caros, cuyo uso está muy solicitado
para un millón de tareas de investigación distintas.
Posibles explicaciones
Lo único que sabemos es que la señal Wow
era sin duda de origen artificial, fue emitida en la frecuencia
“interestelar” de 1420 MHz y que llegó desde el cielo. Lo que no
sabemos… es absolutamente todo lo demás.
La hipótesis de la carambola especular
que propuso Jerry Ehman es una de las pocas alternativas razonables para
explicar el origen de la emisión Wow. Una señal originada por alguna
emisora situada en la superficie terrestre que es devuelta hacia la
propia Tierra por algún objeto metálico en la órbita, por alguna pieza
perdida de nuestro programa espacial y demasiado pequeña como para que
hubiese podido ser captada su existencia. Es una posibilidad. La otra
alternativa plausible, que podrá parecer razonable o no a según quiénes,
pero que tampoco ha sido totalmente descartada, es que de verdad
la señal Wow implicase la captación de un auténtico mensaje alienígena.
Pero ¿existe alguna manera de comprobar definitivamente si se trató de
una cosa o la otra? No. La respuesta depende más de las inclinaciones de
cada cual, que de verdaderas evidencias científicas.

La
intensidad de la señal variaba de forma constante siguiendo la rotación
terrestre, por lo que sabemos que procedía del cielo y no de la
superficie (eje vertical = intensidad, eje horizontal = tiempo en
segundos)
Salvo, claro está, que un buen día
volviésemos a captarla: seguramente esta vez sí podríamos grabarla y
analizar en todo detalle su contenido y su posible origen. Pero,
mientras, sólo nos queda la especulación. Y hay especulaciones de todo
tipo. El propio Jerry Ehman, con los años, ha abandonado su escepticismo
inicial y piensa que tampoco hay motivos de peso para descartar la
posible naturaleza alienígena de Wow. No afirma que haya sido una señal
inteligente procedente de las estrellas, pero tampoco lo niega ya, como
solía hacer en otros tiempos. Ya que, si Wow fue producto de un
accidente, dicho accidente no se ha vuelto a repetir. Sí hubo una falsa
alarma sobre la posible captación de una señal alienígena procedente de
otra constelación, una especie de “Wow II”, pero dicha alarma se debió a
que el radioastrónomo de turno no tomó la precaución de comprobar las
órbitas de los satélites artificiales antes de anunciar públicamente la
recepción. Cuando supo que la señal que había captado había sido
producto de un satélite de comunicaciones, aquello le supuso un
considerable ridículo mediático y un enorme sonrojo ante el mundillo
científico.
Volviendo a Wow, imaginemos una
hipotética raza inteligente que fue la autora de la emisión, llamémoslos
los “wowitas”. ¿Por qué habrían emitido durante un tiempo para después
cerrar su aparato de radio e interrumpir la señal? Bien, la respuesta la
tenemos en nosotros mismos, los seres humanos. Desde 1977 hasta hoy se
han puesto de manifiesto dos cosas: una, que los terrícolas tenemos la
tecnología para enviar señales a muchos lugares del espacio, pero que no
lo solemos hacer y aun menos de manera sistemática. Y no lo solemos
hacer porque no sólo es un disparo a ciegas sino que, de recibir
respuesta, ésta tardaría décadas, siglos o incluso milenios en llegar
hasta nosotros. Y dos, que si juzgamos lo sucedido en nuestra propia
civilización, las comunicaciones radiofónicas ocupan una ventana
temporal bastante breve en el desarrollo de los sistemas de
comunicación: es una tecnología que es desarrollada en un momento dado,
es usada intensamente durante aproximadamente un siglo —si llega— y
después tiende a desaparecer sustituida por comunicaciones digitales o
de otro tipo. A nuestros amigos los “wowitas” podría haberles sucedido
lo mismo, en el caso de que existan y fuesen ellos los responsables de
la señal Wow. Quizá descubrieron la radio, pero no tardaron en pensar
que había quedado obsoleta. Y si nosotros pensamos que no merece la pena
estar emitiendo constantemente sin estar seguros de si alguien nos va a
captar (o según algunas voces como la de Stephen Hawking,
sin estar seguros de que quien pudiese captarnos resultara no ser
demasiado amistoso), lo mismo podría suceder con los habitantes de otros
mundos. Tal vez lanzaron algunos disparos a ciegas hacia algunos
lugares del espacio: si fue así, nos lo perdimos por muy poco. Horas,
probablemente.
La mística de lo desconocido
Aunque puede que el destino haya jugado
con nosotros, haciendo que un simple pedazo de metal flotando en el
espacio revolucionase a un puñado de radioastrónomos en aquel verano de
1977, lo cierto es que la recepción de la señal Wow —fuese lo que
fuese—pone, al menos, un toque de enigma novelesco en lo que, por lo
demás, es un universo repleto de maravillas pero vacío de signos de
civilización que podamos captar desde nuestro frágil planeta azul.
Es una lástima que aquella señal no
fuese grabada. Circulan por ahí muchas supuestas versiones sonoras que
se pueden escuchar, pero son todas falsificaciones, ya que con la parca
información que se recogió sobre Wow es imposible reconstruir cómo debió
de sonar. Lo cual muy probablemente nos hubiese sacado de dudas como
mínimo sobre su posible origen terrestre, pero hay que admitir que el
desconocer su verdadera procedencia no deja de conferirle al asunto un
cierto aura de romanticismo, como en aquellos novelones sobre amantes
que no se encuentran en la misma esquina por un par de minutos y pasan
el resto de sus vidas alejados el uno del otro porque la casualidad así
lo quiso. La raza humana, quizá, estuvo a muy poco de haber podido
registrar un mensaje de otra civilización. Un mensaje de la constelación
del Arquero, que pudo haber sido como una flecha perdida de Cupido en
aquellos romances literarios. No sabemos si hubiésemos entendido ese
mensaje y ni siquiera podemos precisar cuánto hubiese tardado en llegar
nuestra respuesta —ya que se desconoce desde cuán lejos vino la señal—
pero, para quienes no se conformen con la desangelada explicación de la
chatarra espacial, siempre queda la imaginación. No es imposible que
haya sido una señal alienígena, ya que la tecnología para enviar una
señal semejante es algo de lo que incluso nosotros disponemos desde hace
ya décadas. Además, eso es lo bueno de los enigmas: podemos escoger la
explicación más prosaica, pero también las más poética o incluso, quién
lo impide, la más inquietante. Y eso es también lo bueno de la señal
Wow: aún no estamos en condiciones de afirmar que no hayan sido ellos, así que… ¿por qué no?
Si siempre hubiésemos podido ver más
allá del horizonte, nunca hubiésemos construido barcos. Si siempre
hubiésemos sabido lo que hay sobre la superficie de la Luna, nunca
hubiésemos construido cohetes. Así que, mientras nos quede por averiguar
qué hay ahí fuera, mientras no averigüemos si realmente nos enviaron un
mensaje, seguiremos construyendo y avanzando. Puede que al final
descubramos que sólo era publicidad cósmica de algún complejo de
vacaciones en Sagitario, pero incluso eso resultaría interesante. Es
posible que los Wowitas hagan mejores anuncios que los terrícolas. No
sería demasiado difícil.
Por si acaso, este es el punto concreto
de la constelación de Sagitario desde donde llegó la señal. Ya saben
ustedes dónde mirar. Nunca se sabe.